No
son más que las ruinas de una garita anodina. Pero la vida, como dijo alguien
ilustre, es un montón de insignificantes e irónicas ruinas. Ruinas que tienden
a borrarse y a desaparecer cuando se olvidan, o que se olvidan cuando desaparecen.
Perdido en esos pensamientos deambulo por el paraje de la imagen superior, un
lugar que invita al olvido, que incita a la pena y la esperanza, y me siento en
medio de la ruina de mí mismo con los ojos velados por un tenue cristal de recuerdos
y alivio.
Me
descubrió el episodio mi amigo Rubén, incansable observador del detalle local,
en una conversación que mantuvimos a raíz de esta publicación. Impelido por él acudí a visitar esta zona de la falda de la Montaña –las
mejores vistas de la ciudad– que muy pronto se verá drásticamente modificada
por el nuevo trazado de la Ronda Sur-Este para la circunvalación de Cáceres.
La
construcción de esta infraestructura tan necesaria supondrá, entre otras muchas
cosas, eliminar estos restos que resultan poco significativos. O no. Lo que
queda de la citada garita, que se aprecia en las imágenes superior e inferior, permite evocar un trágico episodio que aconteció tal día
como hoy hace justo ochenta años. El 23 de julio de 1937 Cáceres fue
bombardeada. Se trata de un hecho bien conocido y ampliamente tratado por la prensa
y los cronistas de la Guerra Civil.
Me
voy a centrar en un momento muy puntual de aquel día recogido por la prodigiosa
memoria de Antonio
Rubio Rojas que fue archivero municipal y cronista
oficial de Cáceres. Concretamente en un pasaje de un artículo que publicó a
título póstumo en el Boletín de la RealAcademia de Extremadura de las Letras y las Artes: «Aquella defensa antiaérea contaba con posiciones, como atestiguan
todavía las ruinas de la garita del cerro del Amparo […] Todas estas garitas estaban comunicadas
telefónicamente con el puesto de observación situado en el Santuario de Ntra.
Sra. de la Montaña, comunicación que en la mañana del 23 de julio no funcionó,
como tampoco funcionarían las sirenas encargadas de dar la alarma; culpándose
de ello a una telefonista que saboteó la comunicación, siendo uno de los
observadores, concretamente Manuel López López, quien se dio cuenta de tal
adversidad, emprendiendo veloz carrera para comunicar a la batería del Amparo
que eran aviones enemigos y que dispararán, cuando el ataque aéreo a la ciudad
era ya cruda realidad».
Rememoro
la escena mientras paseo junto a los restos de la garita que, escoltada por dos exánimes alcornoques que le dan sombra, desafían al
olvido y a los meteoros. Imagino la sorpresa y la mirada aterrorizada del joven
Manuel López al descubrir las siluetas hostiles de los katiuskas aproximándose a su posición. Con 29 años de edad y
trabajador de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres, hacía un par de
semanas que había visto nacer a su segundo hijo. No fue movilizado por ser el
único hijo varón de una viuda que tenía otras tres hijas. Aunque no contaba con
formación militar sí había sido instruido en algunos aspectos relativos a la
identificación de aviones y al modo de actuar en caso de ataque aéreo. Aquella
mañana de verano de hace ochenta años, Manolo, como era conocido por todos, corrió
despavorido y sudoroso por las rampas de la Montaña para intentar evitar lo
inevitable. Las sirenas antiaéreas no sonaron y las comunicaciones habían sido cortadas.
Eran las nueve y media de la mañana cuando, desde su privilegiada atalaya, contempló
con estupor cómo cinco bombarderos soviéticos Tupolev SB-2, conocidos popularmente
como katiuskas, se acercaban para sembrar
terror y muerte sobre la ciudad y su gente. Los aviones de la Fuerza Aérea de
la República Española habían despegado esa madrugada de la base aérea de Los
Llanos, en Albacete. Formaban parte del gran contingente de ayuda material prestada
por la URSS y eran unas eficaces máquinas de guerra (SB son las siglas en ruso
de Skorostnoi Bombardirovscik, bombardero
veloz).
El resultado
fue el habitual cuando se bombardean ciudades: numerosas víctimas civiles –hombres,
mujeres y niños– muertos y heridos de consideración. Las escenas más cruentas
se produjeron en el entorno de la iglesia de Santa María a la que diariamente
acudían muchos fieles por encontrarse en su interior la imagen de la patrona. Hay
quien piensa que en tiempos difíciles toda ayuda es poca y, poco después de iniciarse la Guerra, la Virgen de la Montaña fue trasladada a la ciudad, igual que se hizo a
principios del XIX durante la Guerra de la Independencia. En ambos casos la
imagen permaneció en Santa María hasta el final de ambas contiendas cuando fue
devuelta a su Santuario. En aquella ocasión la afluencia de personas resultó
fatal. Varias decenas perecieron acribilladas por la metralla porque todas las puertas
del templo estaban abiertas de par en par… Los dramáticos efectos del bombardeo fueron
oficialmente silenciados en su momento por
razones de guerra y aún hoy se desconoce
el número exacto de víctimas mortales (entre 35 y 50 según los historiadores)
Los partes
oficiales que refieren este evento son buenas muestras del lenguaje del momento.
El
bando republicano se limitaba a informar de que se habían bombardeado «diversos objetivos militares en las
cercanías de Cáceres» [sic]. El bando nacional detallaba: «La aviación enemiga, siguiendo su criminal costumbre
de bombardear poblaciones indefensas de la retaguardia, sin finalidad militar
alguna, ha bombardeado hoy la capital de Cáceres con cinco aviones causando
muertos y heridos en la población civil, la mayor parte mujeres y niños. Este
criminal proceder obliga a llevar a cabo las naturales y prontas represalias
que ya hemos tenido que ejercer en otras ocasiones iguales». [s.c.]
Fachada del palacio de los Golfines de Arriba, en Cáceres, flanqueado por un hotel de cinco estrellas y restaurantes con estrellas Michelin. Y detalle de la inscripción (oculta por las sombrillas de la imagen superior) que conmemora la estancia del general Franco en el edificio.
Por buscar
una explicación –si tal cosa es posible– cabe añadir que entonces se ubicaba en
aquella plaza el Gobierno Civil (en el lugar que ahora ocupa la Diputación Provincial)
amén de un cuartel en el palacio de Ovando. Y que, además de albergar nutridos
contingentes militares, Cáceres había sido una ciudad importante para el bando
nacional en los inicios de la guerra. El 26 de agosto de 1936, poco después de
un mes del alzamiento, Franco estableció su cuartel general en el palacio de
los Golfines de Arriba en plena ciudad monumental (imagen superior). En este lugar fue proclamado
Jefe
del Estado y Generalísimo de los Ejércitos Nacionales antes
de la solemne proclamación oficial acaecida en Burgos el 1 de octubre de ese
mismo año. El hecho se recuerda en la inscripción conmemorativa que luce en la
fachada del palacio. Contamos con un impagable testimonio de la estancia
de Franco en Cáceres en las reveladoras imágenes grabadas por el cineasta
francés René Brut que fueron descubiertas hace poco tiempo por dos historiadores extremeños.
Volviendo
a aquel 23 de julio, del que hace hoy ochenta años; dieciocho proyectiles
cayeron sobre Cáceres. Dos de ellos sembraron de muerte el interior de Santa
María. Los daños pudieron ser mayores porque otro proyectil quedó alojado en la
cubierta sin explosionar. Los impactos de metralla aún se aprecian en la fachada
de la Concatedral (imagen inferior)
Restos de impactos de metralla, parcialmente restaurados, en la fachada de la concatedral de Santa María
Otro artefacto destrozó por completo la fachada principal del cercano palacio de Mayoralgo (imagen inferior), un hermoso edificio de aires góticos y renacentistas que actualmente alberga la sede central de Caja Extremadura o Liberbank o como se llame ahora. El edificio fue reconstruido por la Dirección General de Bellas Artes en 1942. Otras bombas cayeron junto a la Plaza Mayor y en las cercanías del edificio de la Audiencia Territorial (actualmente Tribunal Superior de Justicia de Extremadura) y otra más en el cementerio.
Aspecto actual de la fachada del palacio de Mayoralgo. En el móvil, el mismo lugar hace justo ochenta años, después de ser bombardeado el 23 de julio de 1937.
Impactos de metralla resultante del bombardeo de 1937 en la fachada del palacio de Mayoralgo.
El
ataque aéreo tuvo un efecto devastador para la población civil. Me ahorro
los testimonios y los detalles escabrosos que pueden encontrarse fácilmente en
las hemerotecas. Durante varios días hubo quien se negó a dormir
en sus casas, los comerciantes cerraron sus establecimientos y los vendedores
abandonaron el mercado. Se tardó en recuperar cierta normalidad y los cacereños
vivieron el resto de la guerra aterrorizados ante cualquier ruido procedente del
cielo. La ciudad se preparó para nuevos bombardeos: se construyeron trincheras, se
fortalecieron las defensas antiaéreas, se habilitaron sótanos para refugios, se
protegieron los cristales y se dispusieron sacos terreros en la Plaza Mayor (imagen inferior). Afortunadamente, nunca más se
produjo otro bombardeo.
Imagen actual de un rincón de la Plaza Mayor de Cáceres, repleta de terrazas, que contrasta con la escena del móvil, del mismo lugar hace justo ochenta años, protegido con sacos terreros para paliar los efectos de los bombardeos.
Contemplando
los restos de la modesta garita y tratando de imaginar los estragos de aquel
día no dejo de pensar en cómo es posible que todavía haya que soportar a algunos
sectarios e iluminados que se empeñan en reavivar aquellos años tenebrosos…
Los
restos de la modesta instalación militar languidecen en la falda de la Montaña
esperando –otro caso más– el indigno fin al que condenamos a aquellos testigos
de tiempos incómodos o que no resultan suficientemente pretéritos. En pocos
días, toda esta zona se verá radicalmente transformada por la irrupción de las
excavadoras. Las huellas desaparecerán y con ellas el recuerdo de tantos episodios
atroces que no han de volver jamás. Me pregunto si no sería conveniente dejar
algún testigo de lo que fue, para no olvidar, para no que vuelva a pasar… Al
mismo tiempo, me regocijo por lo afortunados que somos al poder pasear por la
zona y contemplar la hermosa vista de una ciudad declarada Patrimonio de la
Humanidad sin temer que nos sobrevuelen más que cernícalos y cigüeñas. Pero el
alivio y la esperanza no logran eclipsar por completo el recuerdo de aquel
joven que – hoy hace justo ochenta años– corría con denuedo por estos mismos campos
para intentar avisar infructuosamente de lo que aconteció. Aquel joven, que
contemplaba aterrorizado e impotente las heridas de la ciudad que amaba, no
podría imaginar que cuarenta años después, durante la Transición que ponía
punto final a tanto sinsentido, se convertiría en su alcalde. Aquella mañana de
verano, tal día como hoy pero de 1937, mi abuelo Manuel López corrió y gritó hasta
el límite de sus fuerzas, hasta perder el resuello, para avisar de la presencia
de los aviones, lo haría pensando probablemente en su hijo recién nacido, mi
padre. No se trata de las ruinas de una garita cualquiera. Se trata de un pedazo
de nuestra historia y de nuestra vida. Se trata de la Verdad y no deberíamos
olvidarla ni dejarla en manos de tanto mequetrefe político. Como escribe
Cervantes en el Quijote «debiendo
ser los historiadores puntuales, verdaderos y nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de
la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de
lo por venir». (Miguel de
Cervantes. El ingenioso
hidalgo Don Quijote de la Mancha. Parte I, cap. IX).