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lunes, 4 de diciembre de 2017

Mirar al cielo

 La Vía Láctea sobre el antiguo puente mesteño sobre el Salor, cerca de Aliseda (Cáceres)


Mirar al cielo es sorprenderse, es recordar, es olvidar. Mirar al cielo es ver el pasado y elucubrar los futuros. Mirar al cielo es descubrir el sentido de muchas cosas y la falta de sentido de otras. Mirar al cielo es admirar y asombrarse.

 
Los seres humanos llevamos milenios elevando la vista al cielo y tratando de desentrañar ese misterio inalcanzable que se revela cada noche y nos ilumina cada día. Todos los pueblos primitivos creyeron encontrar en los astros las respuestas que no tenían y ubicaron allí arriba seres fabulosos, mitos y dioses que aún nos fascinan.

La Vía Láctea en un paisaje bañado por la luna llena a tres kilómetros de Cáceres 

Mirar al cielo es descubrir. Es sumergirse en la Vía Láctea, nuestra propia galaxia, y deleitarse ante esa inconcebible conjunción de trescientos mil millones de estrellas en forma de espiral con un diámetro de un trillón y medio de kilómetros. Su nombre, que significa «camino de leche», se debe al tenue aspecto blanquecino que presenta en el cielo nocturno. Aunque es más hermosa la explicación mitológica que asegura que se formó por la leche que brotó del pecho de Hera, esposa de Zeus, cuando ésta no quiso amamantar, y apartó de su seno, a un bebé ilegítimo llamado Hércules.


                          Monumento Natural de Los Barruecos (Malpartida de Cáceres) 


Mirar al cielo es contemplar el inmutable camino de los planetas que, como la Tierra, orbitan en torno al Sol, cuerpos celestes bautizados como dioses romanos y que dan nombre a los días de la semana. Mercurio, el mensajero de los dioses; Venus, la estrella vespertina y matutina, que lleva el nombre de la diosa del amor y la belleza; Marte, el planeta rojo, debe su nombre al dios de la guerra; Júpiter, el gigante gaseoso, trescientas veces mayor que la Tierra, llamado igual que el dios supremo de los romanos; Saturno, padre de Júpiter, rodeado de un fascinante sistema de anillos que pueden verse con unos simples prismáticos; Urano, dios del cielo de la mitología griega; Neptuno, dios romano del agua, al que corresponde con su vivo color azul; o el lejano Plutón, dios del inframundo, que ni siquiera se considera un auténtico planeta.



Mirar al cielo es fantasear con el Zodíaco, como se conoce la banda celeste por la que a lo largo del año transitan la Luna, los planetas y –aparentemente– el Sol. Fascinaba a los antiguos y sigue encandilando a los ingenuos con sus doce signos astrológicos representados por otras tantas constelaciones: Aries, el carnero cuyo vellocino de oro fue perseguido por Jasón y los argonautas. Tauro, que alberga las famosas Pléyades, y conmemora al temible toro de Creta y al animal cuya forma adquirió Zeus para seducir a Europa. Géminis, los gemelos, con dos estrellas que recuerdan a los héroes mitológicos Cástor y Pólux. Cáncer, el cangrejo que ayudó a la hidra de Lerna a luchar contra Hércules. Leo, el león de Nemea, cuya piel usó Hércules para cubrirse después de estrangularlo con sus propias manos. Virgo, que celebra la lealtad de la hija de Zeus que portaba los rayos de su padre en la guerra contra los titanes. Libra, la balanza, símbolo de sabiduría y justicia, que los romanos asociaban con Julio César. Escorpio, el escorpión que la diosa Artemisa envió a dar muerte al cazador Orión. Sagitario, el centauro Quirón, el más sabio de los médicos y maestros de la antigüedad. Capricornio, representación de la cabra Amaltea que amamantó a Zeus, que tiene cola de pez desde que el dios Pan saltó al Nilo y la mitad inferior de su cuerpo tomó esa forma. Acuario, que los sumerios bautizaron en honor del dios que derramaba el agua sobre la Tierra y para los griegos encarnaba al joven Ganímedes, que escanciaba las copas de los dioses del Olimpo, y cautivó a Zeus con su belleza. Piscis, que representa la forma que adoptaron Venus y Cupido cuando huyeron de los titanes, eternamente unidos por un hilo de plata.



La constelación de Orión, sobre el horizonte, tras la torre de Mayoralgo (Cáceres)

Mirar al cielo es adivinar formas imaginarias en las constelaciones, las mismas que siglos atrás orientaron a viajeros y navegantes y fijaban calendarios agrícolas y fiestas religiosas. Entre las ochenta y ocho que oficialmente se cuentan destacan algunas muy conocidas y visibles. Es el caso de Orión, El cazador, probablemente la constelación más hermosa y conocida del cielo. Se observa en el hemisferio norte en invierno y en el sur en verano. Muy fácil de encontrar por las tres estrellas que forman su cinturón y las supergigantes Rigel y Betelgeuse, muy presentes en las mitologías de los pueblos de la antigüedad. Para los griegos Orión era un gigante, compañero de caza de Artemisa, diosa de la caza y de los animales salvajes, cuando éste se propuso aniquilar a todos los animales, la diosa se enfureció tanto que hizo que un enorme escorpión le picara y causara su muerte. La implacable persecución continúa y, cada noche, cuando el escorpión –Escorpio– aparece por el este, Orión se oculta por el oeste. El Cazador aparece en el cielo acompañado por sus dos perros, las constelaciones de Canis Menor y Canis Mayor. En esta última se encuentra Sirio, la estrella más brillante del cielo nocturno, fácilmente localizable por su brillo y prolongando hacia el sureste la línea imaginaria del conocido cinturón de Orión. Sirio es visible desde la práctica totalidad de la tierra habitada por lo que figura en la cultura de todas las civilizaciones desde la Prehistoria, especialmente, en el Antiguo Egipto, donde tenía carácter divino, pues su aparición el cielo justo antes de salir el Sol anunciaba las crecidas del Nilo.




La constelación de Casiopea sobre las ruinas del puente romano de Alconétar

Mirar al cielo es compartir leyendas tan seductoras como la asociada a la constelación de Casiopea, fácil de identificar por las cinco estrellas que se disponen en forma de W en el norte celeste (imagen superior). Casiopea, reina de Etiopía, presumía de que su hija, Andrómeda, era aún más bella que las Nereidas, las hermosas ninfas de los mares. Enojado por su atrevimiento Poseidón, dios del mar, envió al monstruo marino Cetus para destruir las costas de su país. El oráculo avisó de que el único modo de paliar la devastación que se avecinaba era ofrecer en sacrificio a la propia Andrómeda, de modo que ésta fue encadenada frente al mar para afrontar su cruel destino. Pero antes de que la bestia pudiera devorarla, la hermosa joven fue liberada por Perseo a lomos de Pegaso, el caballo alado. Los dioses colocaron en las estrellas a todos los protagonistas. Destaca la galaxia de Andrómeda, en la constelación del mismo nombre, que es el objeto visible a simple vista más lejano de la Tierra, a 2,5 millones de años luz.

Castillo de las Arguijuelas de Arriba (Cáceres)


Mirar al cielo es identificar la constelación más popular, la Osa Mayor, que rota en torno al norte. La mitología la asocia con la ninfa Calisto, que fue convertida en osa por la diosa Hera porque estaba celosa de su belleza, y luego ubicada por Zeus entre las estrellas para evitar que fuera cazada accidentalmente por su propia hija. Ésta también fue convertida en el mismo animal por Artemisa. Es la Osa Menor, cuya estrella Polar indica el norte geográfico. Ambas tienen un aspecto similar con siete estrellas en forma de carro o cuchara.


Cielo nocturno sobre los Llanos de Cáceres, desde El Risco (Sierra de Fuentes)


Mirar al cielo es el mayor espectáculo del mundo. Y verlo limpio y claro –de día y de noche– es un privilegio, otro más, del que se puede disfrutar en Extremadura.


Mirar al cielo es aprender, es descubrir. Mirar al cielo es verte.




Este artículo se ha publicado en el libro Cielos de Extremadura que ha editado la Fundación Xavier de Salas con el patrocinio de la Dirección General de Turismo de la Junta de Extremadura. 


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