La Vía Láctea sobre el antiguo puente mesteño sobre el Salor, cerca de Aliseda (Cáceres)
Mirar
al cielo es sorprenderse, es recordar, es olvidar. Mirar al cielo es ver el
pasado y elucubrar los futuros. Mirar al cielo es descubrir el sentido de
muchas cosas y la falta de sentido de otras. Mirar al cielo es admirar y
asombrarse.
Los
seres humanos llevamos milenios elevando la vista al cielo y tratando de
desentrañar ese misterio inalcanzable que se revela cada noche y nos ilumina
cada día. Todos los pueblos primitivos creyeron encontrar en los astros las
respuestas que no tenían y ubicaron allí arriba seres fabulosos, mitos y dioses
que aún nos fascinan.
La Vía Láctea en un paisaje bañado por la luna llena a tres kilómetros de Cáceres
Mirar al cielo es descubrir. Es sumergirse en la Vía
Láctea, nuestra propia galaxia, y deleitarse ante esa inconcebible
conjunción de trescientos mil millones de estrellas en forma de espiral con un
diámetro de un trillón y medio de kilómetros. Su nombre, que significa «camino
de leche», se debe al tenue
aspecto blanquecino que presenta en el cielo nocturno. Aunque es más hermosa la
explicación mitológica que asegura que se formó por la leche que brotó del
pecho de Hera, esposa de Zeus, cuando ésta no quiso amamantar, y apartó de su
seno, a un bebé ilegítimo llamado Hércules.
Monumento Natural de Los Barruecos (Malpartida de Cáceres)
Mirar al cielo es
contemplar el inmutable camino de los planetas que, como la Tierra, orbitan en torno al Sol, cuerpos
celestes bautizados como dioses romanos y que dan nombre a los días de la
semana. Mercurio, el mensajero de los
dioses; Venus, la estrella vespertina y matutina, que
lleva el nombre de la diosa del amor y la belleza; Marte, el planeta rojo, debe su nombre al dios de la guerra; Júpiter, el gigante gaseoso, trescientas
veces mayor que la Tierra, llamado igual que el dios supremo de los romanos; Saturno, padre de Júpiter, rodeado de un
fascinante sistema de anillos que pueden verse con unos simples prismáticos; Urano, dios del cielo de la mitología
griega; Neptuno, dios romano del
agua, al que corresponde con su vivo color azul; o el lejano Plutón, dios del inframundo, que ni
siquiera se considera un auténtico planeta.
Mirar al cielo es
fantasear con el Zodíaco, como se conoce la banda celeste por la que a lo largo del
año transitan la Luna, los planetas y –aparentemente– el Sol. Fascinaba a los antiguos y sigue
encandilando a los ingenuos con sus doce signos astrológicos representados por
otras tantas constelaciones: Aries, el carnero cuyo vellocino de oro
fue perseguido por Jasón y los argonautas. Tauro,
que alberga las famosas Pléyades, y
conmemora al temible toro de Creta y al animal cuya forma adquirió Zeus para seducir a Europa. Géminis, los gemelos, con dos
estrellas que recuerdan a los héroes mitológicos Cástor y Pólux. Cáncer, el cangrejo que
ayudó a la hidra de Lerna a luchar contra Hércules. Leo, el león de Nemea, cuya piel usó Hércules
para cubrirse después de estrangularlo con sus propias manos. Virgo, que celebra la lealtad de la hija
de Zeus
que portaba los rayos de su padre en la guerra contra los titanes. Libra, la balanza, símbolo de sabiduría
y justicia, que los romanos asociaban con Julio César. Escorpio, el escorpión que la diosa Artemisa envió a dar muerte al
cazador Orión. Sagitario, el centauro
Quirón, el más sabio de los médicos y maestros de la antigüedad. Capricornio, representación de la cabra
Amaltea que amamantó a Zeus, que tiene cola de pez desde que el dios Pan saltó
al Nilo y la mitad inferior de su cuerpo tomó esa forma. Acuario, que los sumerios
bautizaron en honor del dios que derramaba
el agua sobre la Tierra y para los griegos encarnaba al joven Ganímedes, que
escanciaba las copas de los dioses del Olimpo, y cautivó a Zeus con su belleza.
Piscis, que representa la forma que
adoptaron Venus y Cupido cuando huyeron de los titanes, eternamente unidos por
un hilo de plata.
La constelación de Orión, sobre el horizonte, tras la torre de Mayoralgo (Cáceres)
Mirar
al cielo es adivinar formas imaginarias en las constelaciones, las mismas que
siglos atrás orientaron a viajeros y navegantes y fijaban calendarios agrícolas
y fiestas religiosas. Entre las ochenta y ocho que oficialmente se cuentan
destacan algunas muy conocidas y visibles. Es el caso de Orión, El cazador, probablemente la constelación más hermosa y conocida del cielo. Se observa en el
hemisferio norte en invierno y en el sur en verano. Muy fácil de encontrar por
las tres estrellas que forman su cinturón
y las supergigantes Rigel y Betelgeuse, muy presentes en las mitologías
de los pueblos de la antigüedad. Para los griegos Orión era un gigante, compañero
de caza de Artemisa,
diosa de la caza y de los animales salvajes, cuando éste se
propuso aniquilar a todos los animales, la diosa se enfureció tanto que hizo
que un enorme escorpión le picara y causara su muerte. La implacable
persecución continúa y, cada noche, cuando el escorpión –Escorpio– aparece por el este, Orión se oculta por el oeste. El Cazador aparece en el cielo
acompañado por sus dos perros, las constelaciones de Canis Menor y Canis
Mayor. En esta última se encuentra Sirio, la estrella más
brillante del cielo nocturno, fácilmente localizable por su brillo y
prolongando hacia el sureste la línea imaginaria del conocido cinturón de Orión. Sirio es visible desde la práctica totalidad de la tierra habitada
por lo que figura en la cultura de todas las civilizaciones desde la
Prehistoria, especialmente, en el Antiguo Egipto, donde tenía carácter divino,
pues su aparición el cielo justo antes de salir el Sol anunciaba las crecidas
del Nilo.
La constelación de Casiopea sobre las ruinas del puente romano de Alconétar
Mirar al cielo es compartir leyendas tan seductoras como la asociada a la constelación de Casiopea, fácil de identificar por las cinco estrellas que se disponen en forma de W en el norte celeste (imagen superior). Casiopea, reina de Etiopía, presumía de
que su hija, Andrómeda, era aún más
bella que las Nereidas, las hermosas ninfas de los mares. Enojado por su
atrevimiento Poseidón, dios del mar, envió al monstruo marino Cetus para destruir las costas de su
país. El oráculo avisó de que el único modo de paliar la devastación que se
avecinaba era ofrecer en sacrificio a la propia Andrómeda, de modo que ésta fue
encadenada frente al mar para afrontar su cruel destino. Pero antes de que la
bestia pudiera devorarla, la hermosa joven fue liberada por Perseo a lomos de Pegaso, el caballo alado. Los dioses
colocaron en las estrellas a todos los protagonistas. Destaca la galaxia de
Andrómeda, en la constelación del mismo nombre, que es el objeto visible a
simple vista más lejano de la Tierra, a 2,5 millones de años luz.
Castillo de las Arguijuelas de Arriba (Cáceres)
Mirar al cielo es identificar la
constelación más popular, la Osa Mayor,
que rota en torno al norte. La mitología la asocia con la ninfa Calisto, que
fue convertida en osa por la diosa Hera porque estaba celosa de su belleza, y
luego ubicada por Zeus entre las estrellas para evitar que fuera cazada
accidentalmente por su propia hija. Ésta también fue convertida en el mismo
animal por Artemisa. Es la Osa Menor, cuya estrella Polar indica el norte geográfico. Ambas tienen un aspecto
similar con siete estrellas en forma de carro o cuchara.
Cielo nocturno sobre los Llanos de Cáceres, desde El Risco (Sierra de Fuentes)
Mirar
al cielo es el mayor espectáculo del mundo. Y verlo limpio y claro –de día y de
noche– es un privilegio, otro más, del que se puede disfrutar en Extremadura.
Mirar
al cielo es aprender, es descubrir. Mirar al cielo es verte.
Este artículo se ha publicado en el libro Cielos de Extremadura que ha editado la Fundación Xavier de Salas con el patrocinio de la Dirección General de Turismo de la Junta de Extremadura.
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